Desde la ventana de la cocina de la residencia
universitaria podía apreciarse la menuda imagen de un hombre hurgando entre las
bolsas del contenedor de la basura.
La cara de Héctor se confundía entre los sacos de
plástico y los residuos que cada estudiante deja cada día, la mayoría de ellos
comida sin caducar, como los tres yogures que ya
había conseguido.
A la misma hora, siempre puntual y con la misma
parsimonia, intentando hacer el menor ruido posible para no incomodar, como si
lo hace el hambre que todos los días lo obliga a buscar qué comer entre los
contenedores de la basura, Héctor acude a buscar para darle de comer a los
suyos.
Paradójico
cuando un estudio de la Federación Española de Hostelería y Restauración (FEHR)
demuestra que los restaurantes españoles amontonan al año más de 63 mil
toneladas de comida.
Son 255 millones de euros que se tiran a la basura.
Ni hablar del desperdicio en los hogares, 163
kilogramos por ciudadano, la cifra espanta, más cuando el vecino
puede que no tenga nada en la nevera, si es que todavía le queda nevera.
Y hay quienes siguen pidiendo para “acabar” con la
pobreza en África, cuando aquí visita al de al lado o a nosotros mismos.
Lo
dicho, estamos en crisis y todavía no nos enteramos
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